Se producen los primeros logros sanitarios sólidos en la lucha contra la Covid-19. Se llama dexametasona, un habitual en el botiquín de los montañeros de altura. Un fármaco común, barato y accesible que, según descubren fiables estudios clínicos,  posee la gran virtud de reducir el riesgo de muerte entre las personas enfermas más graves.

Tengo la sensación de estar bajo una continua tormenta tropical en la que se alternan los chaparrones que calan hasta los huesos con unos tímidos claros en los que la ropa no termina de secarse antes de que vuelva a arreciar.

Auguraban cambios para la época postcovid. Puede que los haya pero no en el “gallinero político” español donde las aguas, que ya venían bastante revueltas, amenazan con convertirse en soberbio remolino dispuesto a engullir lo que haga falta sin consideraciones previas. 

Desde hace dos meses largos he oído en varias ocasiones que una de las cosas que nos ha recordado la pandemia es nuestra propia vulnerabilidad. Ni quito ni pongo razón. Sobre todo si lo llevo al terreno de lo más básico, a la lamentable pérdida de vidas humanas. Hoy secundamos el segundo de los diez días de luto oficial por las víctimas del SARS-CoV-2 en los que trasladamos a sus familiares y amigos el dolor colectivo ante esta tragedia global sobrevenida. Ayer mismo nos anunciaba el Lehendakari Urkullu la celebración de un acto de despedida social e institucional el 21 de septiembre en Vitoria-Gasteiz.

No sé si con la repercusión debida recibíamos el lunes un dato alentador: la inexistencia de fallecidos en los hospitales vascos. Lamentablemente fue un único día pero me aferro a ese dato como símbolo hacia la recuperación de usos y costumbres, alienados por el coronavirus.